La venganza corresponde a Dios

La venganza es una actitud que no debe ser parte de la vida cristiana (1 Tesalonicenses 5.15). Alguien puede pensar que vengarse es una muestra de poseer fuerza. ¡ Pero no le es! Más fuerza requiere decir: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23.34). Jesucristo estableció este modo de conducta, aun con aquellos con quienes diferimos.“Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen” (Mateo 5.44).
Jesucristo demostró que uno no es un cobarde por hacer un esfuerzo de vivir en paz con el mundo y someterse a Dios (Mateo 5.38,39). Salomón dejó escrito que todo está bajo el control de Dios, que él tiene un plan, y que debemos esperar en él por la suerte que les tocará a los malos (Proverbios 20.22).
La venganza nunca ha sido una actitud apropiada hacia aquellos que hacen mal (Proverbios 24.29). Si nos pasamos el tiempo vengándonos de los que nos hacen mal, no tendremos tiempo para otra cosa. Las represalias nunca ponen en orden las injusticias.
La paciencia en la tribulación es una virtud cristiana, y está en contraste directo con la retribución (Salmos 27.14). Cuando yo era todavía pequeño, mientras mi papá anduviera cerca, todo marchaba bien. El velaba porque me dieran buen trato y si no me trataban bien, él ponía todo en orden. De igual manera podemos gozar de nuestra relación espiritual con Dios, el Padre.
La persona que da golpes de venganza ante la injusticia es aquella que tiene miedo. Jesucristo es nuestro modelo y él nunca actuó en esta manera (Hebreos 12.3). Sólo el miedoso hace juramentos de venganza, y cuando los hace, pierde la naturaleza de Cristo, “quien cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente” (1 Pedro 2.23).
Pablo nos recuerda que la perseverancia es la clave para la supervivencia (1 Corintios 4.12). Si nuestra relación para con nuestros opresores es conciliatoria, llegamos a ser como los corredores que corren bajo el entendido de que todo lo que deben hacer para alcanzar una victoria es mantenerse corriendo hasta llegar a la meta.
Cualquiera que alcanza la meta es un ganador. Ninguno, por muy odioso que parezca ser, puede separar al cristiano paciente de su fuente de poder (Romanos 8.35). Cualquiera que sintiera morirse inocentemente en manos del enemigo sería dominado por la ira.
Posiblemente ésta sería una poderosa causa para devolver un golpe en defensa propia —¡pero Jesús no lo hizo así! Golpeado y herido, vertiendo sangre, afligido y sediento, murió con el perdón en sus labios para sus opresores. Lucas narra de un evento similar cuando Esteban murió con una bendición para sus perseguidores. “Señor, no les tomes en cuenta este pecado” (Hechos 7.60). Cristo requiere lo mismo de nosotros.
Dios será el vengador (1 Tesalonicenses 4.6). Esto une el poder de disposición del fortalecido por una vida espiritual que se experimenta cada día, dominando la carne que sólo revela brutalidad. Julio César lloró cuando le presentaron la cabeza de Pompeyo, diciendo: “No quería venganza sino victoria”. Muchas veces buscamos venganza y perdemos el triunfo. Alimentar el alma con la venganza es como darle de comer a un lobo hambriento, nunca se satisface.
En una ocasión un niño presenció a un hombre dar muerte a su madre. Juró que un día mataría a tal hombre. Más tarde el muchacho llegó a ser un gran cirujano. Una tarde aquel asesino fue llevado ante él. Se sabía que este hombre moriría a menos que fuera operado inmediatamente. El médico tenía que hacer una decisión muy dura.
Decidió salvar la vida de aquel hombre. Dios, en su infinita sabiduría y omnipotencia, reconciliará las cosas a su debido tiempo. El puede poner las cosas en orden entre marido y mujer, madre e hija, asesino y víctima, ladrón y despojado, y entre él mismo y todos aquellos que vienen a Cristo con amor y obediencia.
Steven Clark Goad